2011-10-24 18:42:59https://www.jesuscaritas.it/wordpress/es/?p=307

Queridísimos:

Esta es la primera carta que os escribo después del 1° de diciembre 1916, fecha de mi nacimiento en el cielo. Ha pasado un buen tiempo y desde entonces muchas cosas han sucedido, algunas yo mismo las había iniciado, otras las había solo intuido;

pero un fuerte shock ha sido para mi constatar que ahora se ha realizado sobre todo lo que no me pasó nunca en la mente: por ejemplo, el hecho de haber siempre querido llevar a Jesús hacia «los más lejanos», «a las oveja más perdidas», «a las tribus de religión islámica», etc. En cambio, en pleno tercer milenio, ¡estoy hablando de Jesús a los cristianos! Otra cosa que al principio me ha costado aceptar ha sido mi beatificación en el 2005. Pero confieso que viendo a mis amigos, los Tuareg, participando ese día en la Basílica de San Pedro, las cosas cambiaron. Como muchos saben, en 1904 me había instalado en medio de esa tribu en el desierto del Sahara. Constatar que después de un siglo la amistad y confianza recíprocas no solo se han mantenido sino que han vencido nuevamente, ha sido la causa de una ¡gran alegría! Luego, todos los libros que hablan de mi (¡como de un personaje famoso!), y como si no bastase, están iniciando a dedicarme iglesias parroquiales y capillas. Y pensar que mi vocación era la de pasar «silenciosamente… como un caminante en la noche». No hay dudas que «los proyectos de Dios no son los nuestros» (Isaías 55,6-9).

Varias veces he deseado «perder» un poco de tiempo, simplemente dialogando, así como lo hacía ordinariamente en el Sahara. Cuando se trataba de transcurrir el tiempo para estar con Jesús-Eucaristía o con mis amigos/hermanos, todo lo demás podía esperar… Pero en esta ocasión un motivo me ha convencido a interrumpir mi silencio: a finales de octubre de 1886, hace exactamente 125 años, el Señor me concedió la gracia de «encontrarlo» en la iglesia de San Agustín en París. ¡Ah, qué experiencia maravillosa e inolvidable! Cuántas veces escribí al Padre Huvelin, mi director espiritual, para decirle gracias, a él, un común sacerdote de Cristo, que no gozaba de buena salud, pero que fue un instrumento potente en las manos de Dios. Me pidió confesar mis pecados y nada más. En un instante sucedió algo tan extraordinario que no pude explicar sino repitiendo las palabras del salmo 50: «Un corazón quebrantado y humillado Tu no lo desprecias». Saliendo del confesionario me sentía curado, como iluminado de una nueva luz. Ahora me doy cuenta que muchos prefieren buscar la salud espiritual fuera del sacramento de la reconciliación, ¡normalmente pagando un caro precio!

Desde el momento en que Jesús entró en mi vida me vino natural el deseo de compartir con otras personas el tesoro que había descubierto, quería contagiar de ese Amor a todos aquellos que buscaban a Dios, hombres y mujeres, laicos y religiosos, para luego juntos anunciar al mundo entero que Dios ama a toda la humanidad, sin distinción de raza, lengua o religión, hacer conocer el Evangelio que es palabra de vida eterna. ¡Cuánto trabajé para formar un pequeño grupo de evangelizadores apasionados! Estuve escribiendo por doquier para obtener algún compañero, algún discípulo. Pero todo fue inútil. Solo en los últimos años obtuve el permiso para crear la «Unión de los Hermanos y Hermanas del Sagrado Corazón», pero nunca fuimos un grupo, porque cada uno vivía en su propia casa o en un contexto diferente, y por demás en Francia, no en el Sahara como yo soñaba. Así mi proyecto de poder evangelizar las tribus del desierto fue solo un sueño nunca realizado.

Después de mi muerte, poco a poco veo nacer, en diferentes lugares y en pequeños grupos, hombres y mujeres que dicen «inspirarse al mensaje espiritual» que yo les he dejado… Pasan los años y el número aumenta hasta formar lo qua ahora llaman la «Familia espiritual de Carlos de Foucauld». Una vez más no me queda otra que rendirme y exclamar que Dios hace siempre lo que le parece: nos mete fuertemente a la prueba, sacrificamos tantas energías en varios programas y actividades de evangelización, y a final de cuentas, a veces un poco desmoralizados, nos gustaría decir con los pescadores de Galilea: «Maestro, hemos trabajado la noche entera y no hemos sacado nada» (Lc 5,5), hacemos nuestros cálculos y cuentas humanas y solo cuando nos rendimos y ya no pensamos en eso, finalmente los frutos aparecen por todas partes. Pero así ¡quién podrá entenderte Señor Jesús!

¿Y qué puedo decir a estos (mis) hermanos y hermanas? Muchos se preguntan: «¿Qué diría o pensaría hoy Carlos de Foucauld a propósito de sus “discípulos”?», «¿Estaría él satisfecho del estilo de vida que ellos conducen?». Pienso que sea una pregunta abstracta, pues sería como preguntar a los padres si están satisfechos de sus propios hijos. A menudo, sobre todo las madres, piensan que los hijos sean siempre «ejemplares», incluso «los mejores». ¡Yo tendría un poco más cuidado en afirmar algo por el estilo! En verdad, siguiendo el ejemplo de la familia, como un padre (así me llaman, aunque si me gustaría más ser considerado un hermano) estaría feliz de ver en mis hijos un esfuerzo constante de poner en práctica las cosas más importantes que yo mismo quise vivir: un amor apasionado por el Señor Jesús, por el prójimo (claramente por todas las personas) y por la Iglesia.

Resumiendo: no pudiendo pedir a mis discípulos de amarse los unos a los otros «como yo os he amado» porque no he dado mi vida por ellos como en cambio lo hizo el «Bienamado hermano y Señor Jesús» por todos nosotros, me queda solo exhortarlos a amar por lo menos como yo he amado. ¡Si meten en práctica estas pocas cosas no tendré nada más que pedir!

Oswaldo Curuchich


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