Acercándonos cada vez más al Centenario de la muerte del Padre de Foucauld advertimos un incremento de interés por su espiritualidad. Son muchos aquellos que aun no conocen al Hermano Carlos de Jesús, otros en cambio desean profundizar algunos de los aspectos más originales de la vida del Ermitaño de Nazareth, del «monje, sacerdote, misionero y sacristán» como él mismo se definía cuando vivía en el desierto de Sahara. Quiero mencionar aquí solamente la actividad que realizamos el pasado fin de semana en la región Marche: «Los treinta años de Jesús en Nazareth. La intuición de Carlos de Foucauld y su actualidad en la Iglesia de hoy», un retiro espiritual organizado por don Enrico Brancozzi, sacerdote amigo de la diócesis de Fermo. Acepté con mucho gusto su invitación a presentar la espiritualidad del Hermano Carlos porque hablar de él significa siempre hablar de Jesús, en una palabra significa evangelizar. La actividad fue también una buena ocasión para prepararnos a vivir la solemnidad de Pentecostés, pues la Iglesia misionera nace exactamente con la venida del Espíritu Santo. Aunque, recordando una de las intuiciones más originales de Carlos de Jesús, ya el misterio de la Visitación de María a Isabel encierra el mensaje y la vocación para todos los bautizados: ¡Llevar a Jesús y pesentarlo a los demás!
La actualidad de un tema, en general, depende ya del hecho que se hable de ello, y en particular por la necesidad para la Iglesia de hoy de una sincera y profunda renovación espiritual que se alcanzará solamente si cada uno de los bautizados hará conciencia que todo inicia con un encuentro personal con Jesús de Nazareth, encuentro que se transforma en la exigencia de una conversión cotidiana – en el sentido que le da San Benito de Nursia– como la capacidad de «converger» (de aquí la conversión), adherir a la persona de Jesús. El mensaje del Padre de Foucauld que al inicio se presenta como una «espiritualidad fácilmente abordable», si se toma en serio, lentamente se convierte en una invitación constante a la radicalismo evangélico: Jesús al centro de la propia vida, pero no únicamente Jesucristo profesado en el credo, sino Jesús el Cristo vivo y dinámico que encontramos en las calles y en la vida presente. Carlos de Foucauld consideraba a Jesús en primer lugar como Hermano y, por eso mismo, hermano es cada hombre. De Foucauld va más allá: «todas las personas forman parte de la materia de la Iglesia –próxima o distante–; cada hombre forma parte –en modo próximo o remoto– del Cuerpo de Cristo; de consecuencia todo aquello que se hace a una persona, buena o malvada, cristiana o no, se hace a una parte del Cuerpo de Cristo, es decir al mismo Jesús: de eso resulta que, como Nuestro Señor lo ha dicho, “todo aquello que hagamos a uno de los más pequeños, es a Él que lo hacemos… y todo aquello que se niega o se omite de hacer en favor de uno de los más pequeños, no se hace a Él” (Mt 25)».
Pienso que sea fácil imaginar que este tipo de afirmaciones crean necesariamente buenos debates – ¡menos mal!– porque se tocan temas que forman parte de nuestra vida cotidiana (en Italia el tema de los prófugos que siguen llegando cada día es muy delicado). Pero parte de la actualidad de la espiritualidad que estamos tratando es que nos pide, a la luz del Evangelio, ir más allá de nuestras convicciones personales, de superar lo que es lógico y posiblemente ir más allá de la disciplina y del dogma. Menciono, a propósito de la actualidad del mensaje, la reciente publicación del libro del Arzobispo de Perusia, el cardenal Gualtiero Bassetti, La gioia della carità (El gozo de la caridad), en el que dedica un capítulo al beato Carlos de Foucauld: «Un testigo desde las periferías». Hablando de los dramas que amenazan al hombre de hoy, el cardenal creado por el Papa Francisco, sostiene que la vida de Carlos de Jesús es una «carta abierta al mondo de hoy», y concluye: «En este trágico vacío existencial, en este abismo vacío de caridad, se pone la herencia de Carlos de Foucauld y el espíritu de una Iglesia acogedora y misionera. Una Iglesia que representa aquella mano en la cual poder apoyarse. Una mano que se traduce en una ayuda fraternal, humilde, dulce, apasionada, caritativa y totalmente gratuita».
«El mundo tiene necesidad de hombres y mujeres no cerrados, sino llenos de Espíritu Santo –dijo el Papa en la homilía de Pentecostés–. El estar cerrados al Espíritu Santo no es solamente falta de libertad, sino también pecado. Existen muchos modos de cerrarse al Espíritu Santo. En el egoísmo del propio interés, en el legalismo rígido –como la actitud de los doctores de la ley que Jesús llama hipócritas–, en la falta de memoria de todo aquello que Jesús ha enseñado, en el vivir la vida cristiana no como servicio sino como interés personal, entre otras cosas. En cambio, el mundo tiene necesidad del valor, de la esperanza, de la fe y de la perseverancia de los discípulos de Cristo. El mundo necesita los frutos, los dones del Espíritu Santo, como enumera san Pablo: “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí” (Gal 5, 22)».
La misión en la Iglesia es sentir un amor apasionado por la persona de Jesús y al mismo tiempo un amor profundo hacia las personas. Cuando Jesús dice “vayan” están ya presentes los escenarios y los desafíos siempre nuevos de la misión evangelizadora de la Iglesia. Todos somos llamados a anunciar el Evangelio, empezando con nuestro ejemplo de vida.
fratel Oswaldo Curuchich