He tenido el privilegio de viajar varias veces a Tierra Santa y de conocer la mayor parte de los lugares santos mencionados en la biblia y especialmente aquellos que guardan la memoria de Jesús de Nazareth, nuestro único Maestro y Señor. Pero cuando uno se prepara para iniciar la peregrinación hacia Jerusalén con la idea de visitar el Santo Sepulcro revive realmente los sentimientos del israelita piadoso que canta «Qué alegría cuando me dijeron: ¡Iremos a la casa del Señor!» (salmo 122). Lastimosamente, al llegar al santuario que encierra el Calvario y la tumba donde fue colocado el cuerpo de Jesús, cada vez se advierte el escándalo –yo diría el shock– a causa de la falta de silencio, de educación y muchas veces la falta de respeto… ¡Qué contradicción!
Lo repito: ¡qué contradicción! Todos creeríamos y esperaríamos que siendo el lugar más sagrado de la cristianidad, porque se trata precisamente del lugar de la Resurrección, los peregrinos y visitantes llegaran «golpeándose al pecho» y preparados para vivir una fuerte experiencia espiritual y de conversión… Pero el lugar no ayuda. En primer lugar porque antes de llegar al Santo Sepulcro es necesario atraversar el Suq, el famosísimo mercado de los árabes y el más colorido de Jerusalén; luego el interior del santuario está ocupado por cuatro comunidades cristianas diferentes: los Latinos (es decir nosotros los Católicos romanos representados por los frailes Franciscanos), los Griego Ortodoxos, los Armenos y los Melkitas. Todos discípulos del único Maestro, pero divididos: cada uno con sus propias tradiciones, su rito y sus celebraciones litúrgicas, con sus propios peregrinos y, a menudo, con sus proprios intereses. Como si no fuese suficiente, la llave del santuario está, desde hace siglos, en manos de una familia de Musulmanes… ¡Cosas de la vida!
¡Qué contradicción! Pero ¿acaso Jesús no se presentó como un «signo de contradicción»? ¿No dijo un día a los discípulos de Juan el Bautista: «Feliz el que no tropieza por mi causa» (Mt 11,4-6)? ¿No fue él un signo de contradicción para algunos de sus amigos más íntimos que veían en él un futuro rey humano, político? «Nosotros esperábamos que él fuera el liberador de Israel», afirmaba tristemente uno de ellos durante el camino hacia Emaús (Lc 24,21) ¿Acaso los primeros cristianos no fueron despreciados, perseguidos, martirizados solamente porque creían en Aquel que dijo «ama a tu enemigo; bendice a quien te maldice»? Y hoy: ¿acaso no es una contradicción que sigamos predicando que Jesús es el Salvador de todos, que nos dejó el «mandamiento nuevo» de amarnos los unos hacia los otros y por otro lado nos consideremos los «elegidos» o los «verdaderos discípulos» suyos, la «verdadera Iglesia fundada por Jesucristo»? ¿No es una contradicción que nadie se levante para iniciar una manifestación contra todas las injusticias y el martirio de miles de cristianos en Medio Oriente, mientras por la muerte de un pequeño grupo que, en nombre de la «libertad de expresión», blasfema públicamente el Nombre santísimo de Dios y se levante casi todo el continente europeo para protestar contra la «barbaridad» de los atentadores?
Es en medio de todas estas contradicciones y escándalos que nosotros cantaremos el Exultet o Pregón pascual en la noche santa: «Esta noche santa ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los potentes…». Pero si Cristo ha resuscitado, ¿por qué nosotros debemos aun morir? ¿Por qué se cometen tantos delitos, tragedias y se derraman tantas lágrimas de dolor? Pues bien, es exactamente éste el motivo por el que vamos la noche del Sábado Santo a la iglesia para celebrar la Pascua: porque la Pascua de Jesús non nos conduce automáticamente al reino de los sueños y de las iluciones; en cambio nos ilumina la mente, el corazón y la conciencia, para que podamos continuar nuestro camino de purificación y de autenticidad cristiana, de verificación de nuestra vida, que tiene como meta la convicción de una vida que no conoce fin. La Pascua no nos devuelve, cuando hayamos salido de la celebración, a un mundo irreal, sino nos devuelve a nuestra existencia verdadera, una existencia vivida en la fe, en la esperanza y en el amor. Si comprendemos esto, la Pascua se realiza en nosotros y empieza a extenderse en nuestro alrededor.
Volviendo a Jerusalén: llego al Santo Sepulcro, después de haber esperado un buen rato finalmente llega mi turno para poder venerar la tumba de nuestro Señor, inicio a recitar la Profesión de fe, llego apenas a pronunciar la parte «creo en Jesucristo» cuando el guardián me dice: «ya señor, se terminó su tiempo, fuera por favor»… Es en ese momento que comprendo el misterio y canto interiormente: «¡Aleluya, Jesús ha resucitado, no está aquí!». No, hermano y hermana, amigo y amiga: la fe en Jesucristo resucitado no es cuestión matemática, no se trata de utilizar la razón. Es un misterio de fe y de amor. O lo aceptamos en su totalidad, con sus luces y sus sombras, nos esforzamos y luchamos practicando las Bienaventuranzas en su nombre… o simplemente no podemos ser discípulos de Él.
¡Feliz Pascua de Resurrección a todos!
Fratel Oswaldo jc