Dos episodios en particular me están acompañando en estos domingos porque la liturgia nos presenta de nuevo el largo discurso de Jesús acerca del Pan de la vida (Jn 6). Por un lado el recuerdo muy vivo de lo que viví recientemente en Guatemala, donde celebré la misa cotidiana junto a una asemblea numerosa, los domingos en la iglesia siempre llena, ¡casi me daba la impresión de hacerle la competencia al Papa Francisco! El segundo episodio se trata de algo que parece increíble pero que sucedió realmente en una diócesis italiana: durante una celebración de cuerpo presente, la iglesia estaba llena (no es muy común en estos lugares) y todo procedía normalmente; pero a la hora de la comunión el párroco, llevando un copón lleno de hostias, viendo el número de feligreses, se puso como de costumbre delante del altar y esperó… nadie se movía, siguió esperando otro poco… uno, dos, diez segundos… un minuto, que pareció una eternidad… Pero no se alzó un solo cristiano para recibir la comunión eucarística. El párroco –pobrecito– dio la media vuelta y volvió a su lugar para concluir la celebración.

Se podrían hacer muchos comentarios al respecto, y pensar en varias hipótesis antes de llegar a la conclusión que se trata de un caso serio y grave desde el punto de vista religioso. Allí se estaba celebrando un rito, pero no el sacramento de la Eucaristia; se estaba realizando un acto piadoso y necesario, pero no se estaba profesando la fe en el Señor resucitado y vencedor de la muerte… Pero eso no equivale a una “notizia” digna de compartir, porque tal vez no le interesaría a nadie. Se sigue hablando, haciendo mucha bulla, a propósito de aquella personas que la Iglesia «tiene alejadas de la Eucaristía», aquellos a quienes «se les niega la comunión», ecc. Son expresiones que se refieren particularmente a las personas divorciadas y que han contraído otro matrimonio civil, y son debates que incluso podrían determinar –para no decir incluso hacer fracasar– los trabajos del próximo Sínodo dedicado a la familia. Escuchando el testimonio de diferentes sacerdotes, los casos verdaderos de exclusión de la comunión son muy pocos, se diría que son pocos los casos extremos en los que se puede establecer «un ataque directo al matrimonio católico» como causa verdadera de la sentencia canónica.

Pero de todos aquellos casos de personas bautizadas que se autoexcluyen de recibir la comunión se habla muy poco. No obstante Jesús siga recordándonos que es «el pan vivo bajado del cielo», y para los cristianos es –o debería ser– «el pan de la vida». Entre las personas que escuchaban a Jesús algunos murmuraban: «¿No es este el hijo del carpintero? ¿Cómo se anima a decir yo soy el pan vivo bajado del cielo?»; «¿Cómo puede él darnos de comer su propia carne?»… Mientras se afirma que Jesús de Nazareth es un hombre extraordinario, un gran maestro que ha revolucionado la historia, concordamos todos, creyentes o no. Pero cuando se habla de Jesús como el Hijo de Dios, el Salvador del mundo y «mi bienamado hermano y Señor» las cosas cambian. Entonces muchos se escandalizan de nuevo y murmuran hoy como ayer. Y por eso Jesús sigue siendo la piedra de tropiezo y signo de contradicción.

La tentación de reconocer a Jesús sólo en parte, hasta donde me conviene, es un peligro constante también para los cristianos convencidos. «Todos nosotros –escribe el presbítero y teólogo Ermes Ronchi– estamos obsesionados por las cosas. Estamos siendo modificados por una “cultura de las cosas”, presentadas como una senda más breve hacia la felicidad. La publicidad es esta creación de necesidades ilusorias. Estamos obsesionados por un tipo de cultura que es cultura de cosas, pero no de relaciones. El mundo muere por la cantidad de cosas, el mundo muere de saciedad, nuestro mundo muere por el milagro de la multiplicación de todo aquello que no es pan; bombardeado de muchos estímulos ha perdido su estrella guía».

La nota que introduce este post a propósito de la vitalidad y dinamismo de la Iglesia en otros lugares, no es para comparar dos contextos que fundamentalmente son dos mundos diferentes; pero podría ayudarnos a reflexionar sobre nuestra capacidad de buscar el Alimento que sacia y da la vida eterna. Tal vez parafraseando hoy el Padre Nuestro podemos formular esta oración: «Padre: danos hoy nuestra hambre cotidiana, nuestra sed ardiente de ti». Termino recordando el pasaje evangélico que me ha ayudado mucho en mi camino de fe y amor hacia la Eucaristía: Jesús que parte el pan y lo da también a Judas Iscariote. Si Jesús no excluyó de la comunión a aquel que lo iba a traicionar, porque lo amba como a un amigo, ¿qué motivo más grave hay en mi como para autoprivarme de unirme al Bienamado

C. Oswaldo Curuchich

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